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西班牙语有声读物之哈利波特与火焰杯 第2期

时间:2011-04-14 15:30:04 来源:可可西语 编辑:alex  测测英语水平如何

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      哈利·波特在韦斯莱家度过了他暑假最后的一段日子,并去看魁地奇世界杯。一群食死徒在结束后突然出现,攻击一些“麻瓜”并放出了黑魔标记。这使巫师们非常惶恐。
  回到学校之后,新的黑魔法防御术的教授是已经退休的傲罗疯眼汉穆迪,而很久未举办的三强争霸赛也会在霍格沃茨魔法学校重新举办。所有想参加的学生须将名字写在纸上投入火焰杯中,然后火焰杯将会遴选出三所学校(霍格沃茨、布斯巴顿和德姆斯特朗)的代表。哈利并没有报名,但是火焰杯浮出了哈利的名字,使他不得不参加。哈利怀疑自己被故意陷害,但罗恩·韦斯莱却认为哈利为了出风头,不相信哈利所说的,而与哈利冷战好几个礼拜。
  鲁伯·海格偷偷向哈利还有马克西姆夫人(布斯巴顿校长)透露了三强争霸赛的第一个项目。参赛者将避开一头龙的攻击,从龙的巢中拿到一个金蛋。卡卡洛夫(德姆斯特朗校长)也看见了龙,只剩下塞德里克·迪戈里——毫不知情。哈利认为这不公平,就将它告诉了塞德里克。哈利在穆迪的提示下,利用飞天扫帚成功地完成了第一个项目。这次比赛,让罗恩和赫敏·格兰杰意识到了比赛的危险,同时也让罗恩与哈利重修旧好。
  在塞德里克的提示,哈利从金蛋得知了第二个项目是在水中进行,并在家养小精灵多比的帮助下用鳃囊草通过了比赛。之后的圣诞舞会上,赫敏成为了威克多尔·克鲁姆的舞伴,而哈利一心想要邀请的秋·张却成了塞德里克的舞伴。
  在三强争霸赛中的最后一个项目是迷宫,在走迷宫的同时还要避开危险,而奖杯就在终点的地方。哈利和塞德里克同时到达了终点,由于他们互相帮助过,他们决定同时拿起奖杯,但意外的是,奖杯却是一个门钥匙,将哈利和塞德里克带到了伏地魔父亲的坟墓。他们在那里遇见了伏地魔和小矮星彼得。彼得杀了塞德里克,然后用哈利的血、伏地魔父亲的骨头,还有他自己的身上的肉(他把整只手切掉)作为原料,使伏地魔复活。伏地魔召集了食死徒并与哈利决斗,要把哈利杀死,但徒劳无功(是哈利父母在闪回咒下的影像帮助了哈利),哈利趁机逃走带着塞德里克的尸体回霍格沃茨。
  回到城堡之后,大家发现,穆迪教授原来是小巴蒂·克劳奇用复方汤剂变形的,而真正的穆迪教授被锁在了一个箱子里。是小巴蒂·克劳奇将哈利的名字放入了火焰杯,以便伏地魔能够顺利复活。但是在小巴蒂·克劳奇在将事实告诉魔法部长康奈利·福吉之前,他便被摄魂怪吸走了灵魂。因此,福吉不相信伏地魔复活这一事实,邓布利多也随即展开凤凰社对抗伏地魔之行动。

La cicatriz

Harry se hallaba acostado boca arriba, jadeando como si hubiera estado corriendo. Acababa de despertarse de un sueño muy vívido y tenía las manos sobre la cara. La antigua cicatriz con forma de rayo le ardía bajo los dedos como si alguien le hubiera aplicado un hierro al rojo vivo.
Se incorporó en la cama con una mano aún en la cicatriz de la frente y la otra buscando en la oscuridad las gafas, que estaban sobre la mesita de noche. Al ponérselas, el dormito¬rio se convirtió en un lugar un poco más nítido, iluminado por una leve y brumosa luz anaranjada que se filtraba por las cortinas de la ventana desde la farola de la calle.
Volvió a tocarse la cicatriz. Aún le dolía. Encendió la lámpara que tenía a su lado y se levantó de la cama; cruzó el dormitorio, abrió el armario ropero y se miró en el espejo que había en el lado interno de la puerta. Un delgado mucha¬cho de catorce años le devolvió la mirada con una expresión de desconcierto en los brillantes ojos verdes, que relucían bajo el enmarañado pelo negro. Examinó más de cerca la ci¬catriz en forma de rayo del reflejo. Parecía normal, pero se¬guía escociéndole.
Harry intentó recordar lo que soñaba antes de desper¬tarse. Había sido tan real... Aparecían dos personas a las que conocía, y otra a la que no. Se concentró todo lo que pudo, frunciendo el entrecejo, tratando de recordar...
Vislumbró la oscura imagen de una estancia en penum¬bra. Había una serpiente sobre una alfombra... un hombre pequeño llamado Peter y apodado Colagusano... y una voz fría y aguda... la voz de lord Voldemort. Sólo con pensarlo, Harry sintió como si un cubito de hielo se le hubiera desliza¬do por la garganta hasta el estómago.
Apretó los ojos con fuerza e intentó recordar qué aspec¬to tenía lord Voldemort, pero no pudo, porque en el momento en que la butaca giró y él, Harry, lo vio sentado en ella, el es¬pasmo de horror lo había despertado... ¿o había sido el dolor de la cicatriz?
¿Y quién era aquel anciano? Porque ya tenía claro que en el sueño aparecía un hombre viejo: Harry lo había visto caer al suelo. Las imágenes le llegaban de manera confusa. Se volvió a cubrir la cara con las manos e intentó represen¬tarse la estancia en penumbra, pero era tan difícil como tra¬tar de que el agua recogida en el cuenco de las manos no se escurriera entre los dedos. Voldemort y Colagusano habían hablado sobre alguien a quien habían matado, aunque no podía recordar su nombre... y habían estado planeando un nuevo asesinato: el suyo.
Harry apartó las manos de la cara, abrió los ojos y ob¬servó a su alrededor tratando de descubrir algo inusitado en su dormitorio. En realidad, había una cantidad extraordinaria de cosas inusitadas en él: a los pies de la cama había un baúl grande de madera, abierto, y dentro de él un calde¬ro, una escoba, una túnica negra y diversos libros de embru¬jos; los rollos de pergamino cubrían la parte de la mesa que dejaba libre la jaula grande y vacía en la que normalmente descansaba Hedwig, su lechuza blanca; en el suelo, junto a la cama, había un libro abierto. Lo había estado leyendo por la noche antes de dormirse. Todas las fotos del libro se mo¬vían. Hombres vestidos con túnicas de color naranja bri¬llante y montados en escobas voladoras entraban y salían de la foto a toda velocidad, arrojándose unos a otros una pe¬lota roja.
Harry fue hasta el libro, lo cogió y observó cómo uno de los magos marcaba un tanto espectacular colando la pe¬lota por un aro colocado a quince metros de altura. Luego cerró el libro de golpe. Ni siquiera el quidditch (en opinión de Harry, el mejor deporte del mundo) podía distraerlo en aquel momento. Dejó Volando con los Cannons en su mesita de noche, se fue al otro extremo del dormitorio y retiró las cortinas de la ventana para observar la calle.
El aspecto de Privet Drive era exactamente el de una respetable calle de las afueras en la madrugada de un sába¬do. Todas las ventanas tenían las cortinas corridas. Por lo que Harry distinguía en la oscuridad, no había un alma en la calle, ni siquiera un gato.
Y aun así, aun así... Nervioso, Harry regresó a la cama, se sentó en ella y volvió a llevarse un dedo a la cicatriz. No era el dolor lo que le incomodaba: estaba acostumbrado al dolor y a las heridas. En una ocasión había perdido todos los huesos del brazo derecho, y durante la noche le habían vuel¬to a crecer, muy dolorosamente. No mucho después, un col¬millo de treinta centímetros de largo se había clavado en aquel mismo brazo. Y durante el último curso, sin ir más lejos, se había caído desde una escoba voladora a quince me¬tros de altura. Estaba habituado a sufrir extraños acciden¬tes y heridas: eran inevitables cuando uno iba al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, y él tenía una habilidad especial para atraer todo tipo de problemas.
No, lo que a Harry le incomodaba era que la última vez que le había dolido la cicatriz había sido porque Voldemort estaba cerca. Pero Voldemort no podía andar por allí en esos momentos... La misma idea de que lord Voldemort me¬rodeara por Privet Drive era absurda, imposible.
Harry escuchó atentamente en el silencio. ¿Esperaba sorprender el crujido de algún peldaño de la escalera, o el susurro de una capa? Se sobresaltó al oír un tremendo ronquido de su primo Dudley, en el dormitorio de al lado.
Harry se reprendió mentalmente. Se estaba compor¬tando como un estúpido: en la casa no había nadie aparte de él y de tío Vernon, tía Petunia y Dudley, y era evidente que ellos dormían tranquilos y que ningún problema ni dolor había perturbado su sueño.
Cuando más le gustaban los Dursley a Harry era cuan¬do estaban dormidos; despiertos nunca constituían para él una ayuda. Tío Vernon, tía Petunia y Dudley eran los úni¬cos parientes vivos que tenía. Eran muggles (no magos) que odiaban y despreciaban la magia en cualquiera de sus for¬mas, lo que suponía que Harry era tan bienvenido en aque¬lla casa como una plaga de termitas. Habían explicado sus largas ausencias durante el curso en Hogwarts los últimos tres años diciendo a todo el mundo que estaba internado en el Centro de Seguridad San Bruto para Delincuentes Juve¬niles Incurables. Los Dursley estaban al corriente de que, como mago menor de edad, a Harry no le permitían hacer magia fuera de Hogwarts, pero aun así le echaban la culpa de todo cuanto iba mal en la casa. Harry no había podido confiar nunca en ellos, ni contarles nada sobre su vida en el mundo de los magos. La sola idea de explicarles que le dolía la cicatriz y que le preocupaba que Voldemort pudiera estar cerca, le resultaba graciosa.
Y sin embargo había sido Voldemort, principalmente, el responsable de que Harry viviera con los Dursley. De no ser por él, Harry no tendría la cicatriz en la frente. De no ser por él, Harry todavía tendría padres...
Tenía apenas un año la noche en que Voldemort (el mago tenebroso más poderoso del último siglo, un brujo que había ido adquiriendo poder durante once años) llegó a su casa y mató a sus padres. Voldemort dirigió su varita hacia Harry, lanzó la maldición con la que había eliminado a tantos magos y brujas adultos en su ascensión al poder e, increíblemente, ésta no hizo efecto: en lugar de matar al bebé, la maldición había rebotado contra Voldemort. Harry había sobrevivido sin otra lesión que una herida con forma de rayo en la fren¬te, en tanto que Voldemort quedaba reducido a algo que ape¬nas estaba vivo. Desprovisto de su poder y casi moribundo, Voldemort había huido; el terror que había atenazado a la comunidad mágica durante tanto tiempo se disipó, sus seguidores huyeron en desbandada y Harry se hizo famoso.
Fue bastante impactante para él enterarse, el día de su undécimo cumpleaños, de que era un mago. Y aún había re¬sultado más desconcertante descubrir que en el mundo de los magos todos conocían su nombre. Al llegar a Hogwarts, las cabezas se volvían y los cuchicheos lo seguían por donde¬quiera que iba. Pero ya se había acostumbrado: al final de aquel verano comenzaría el cuarto curso. Y contaba los días que le faltaban para regresar al castillo.
Pero todavía quedaban dos semanas para eso. Abatido, volvió a repasar con la vista los objetos del dormitorio, y sus ojos se detuvieron en las tarjetas de felicitación que sus dos mejores amigos le habían enviado a finales de julio, por su cumpleaños. ¿Qué le contestarían ellos si les escribía y les explicaba lo del dolor de la cicatriz?
De inmediato, la voz asustada y estridente de Hermione Granger le vino a la cabeza:
¿Que te duele la cicatriz? Harry, eso es tremendamente grave... ¡Escribe al profesor Dumbledore! Mientras tanto yo iré a consultar el libro Enfermedades y dolencias mágicas frecuentes... Quizá encuentre algo sobre cicatrices produci¬das por maldiciones...
Sí, ése sería el consejo de Hermione: acudir sin demora al director de Hogwarts, y entretanto consultar un libro. Harry observó a través de la ventana el oscuro cielo entre negro y azul. Dudaba mucho que un libro pudiera ayudarlo en aquel momento. Por lo que sabía, era la única persona viva que había sobrevivido a una maldición como la de Vol¬demort, así que era muy improbable que encontrara sus síntomas en Enfermedades y dolencias mágicas frecuentes. En cuanto a lo de informar al director, Harry no tenía la más remota idea de adónde iba Dumbledore en sus vacacio¬nes de verano. Por un instante le divirtió imaginárselo, con su larga barba plateada, túnica talar de mago y sombrero puntiagudo, tumbándose al sol en una playa en algún lugar del mundo y dándose loción protectora en su curvada na¬riz. Pero, dondequiera que estuviera Dumbledore, Harry estaba seguro de que Hedwig lo encontraría: la lechuza de Harry nunca había dejado de entregar una carta a su desti¬natario, aunque careciera de dirección. Pero ¿qué pondría en ella?

Querido profesor Dumbledore: Siento molestarlo, pero la cicatriz me ha dolido esta mañana. Atenta¬mente, Harry Potter.

Incluso en su mente, las palabras sonaban tontas.
Así que intentó imaginarse la reacción de su otro mejor amigo, Ron Weasley, y al instante el pecoso rostro de Ron, con su larga nariz, flotaba ante él con una expresión de des¬concierto:
¿Que te duele la cicatriz? Pero... pero no puede ser que Quien-tú-sabes esté ahí cerca, ¿verdad? Quiero decir... que te habrías dado cuenta, ¿no? Intentaría liquidarte, ¿no es cierto? No sé, Harry, a lo mejor las cicatrices producidas por maldiciones duelen siempre un poco... Le preguntaré a mi padre...
El señor Weasley era un mago plenamente cualificado que trabajaba en el Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos Muggles del Ministerio de Magia, pero no te¬nía experiencia en materia de maldiciones, que Harry su¬piera. En cualquier caso, no le hacía gracia la idea de que toda la familia Weasley se enterara de que él, Harry, se ha¬bía preocupado mucho a causa de un dolor que seguramente duraría muy poco. La señora Weasley alborotaría aún más que Hermione; y Fred y George, los gemelos de dieciséis años hermanos de Ron, podrían pensar que Harry estaba perdiendo el valor. Los Weasley eran su familia favorita: es¬peraba que pudieran invitarlo a quedarse algún tiempo con ellos (Ron le había mencionado algo sobre los Mundiales de quidditch), y no quería que esa visita estuviera salpicada de indagaciones sobre su cicatriz.
Harry se frotó la frente con los nudillos. Lo que real¬mente quería (y casi le avergonzaba admitirlo ante sí mis¬mo) era alguien como... alguien como un padre: un mago adulto al que pudiera pedir consejo sin sentirse estúpido, alguien que lo cuidara, que hubiera tenido experiencia con la magia oscura...
Y entonces encontró la solución. Era tan simple y tan obvia, que no podía creer que hubiera tardado tanto en dar con ella: Sirius.
Harry saltó de un brinco de la cama, fue rápidamente al otro extremo del dormitorio y se sentó a la mesa. Sacó un tro¬zo de pergamino, cargó de tinta la pluma de águila, escribió «Querido Sirius», y luego se detuvo, pensando cuál sería la mejor forma de expresar su problema y sin dejar de extra¬ñarse de que no se hubiera acordado antes de Sirius. Pero bien mirado no era nada sorprendente: al fin y al cabo, hacía menos de un año que había averiguado que Sirius era su padrino.
Había un motivo muy simple para explicar la total au¬sencia de Sirius en la vida de Harry: había estado en Azkaban, la horrenda prisión del mundo mágico vigilada por unas criaturas llamadas dementores, unos monstruos cie¬gos que absorbían el alma y que habían ido hasta Hogwarts en persecución de Sirius cuando éste escapó. Pero Sirius era inocente, ya que los asesinatos por los que lo habían conde¬nado eran en realidad obra de Colagusano, el secuaz de Vol¬demort a quien casi todo el mundo creía muerto. Harry, Ron y Hermione, sin embargo, sabían que la verdad era otra: el curso anterior habían tenido a Colagusano frente a frente, aunque luego sólo el profesor Dumbledore les había creído.
Durante una hora de gloriosa felicidad, Harry había creído que podría abandonar a los Dursley, porque Sirius le había ofrecido un hogar una vez que su nombre estuviera rehabilitado. Pero aquella oportunidad se había esfumado muy pronto: Colagusano se había escapado antes de que hu¬bieran podido llevarlo al Ministerio de Magia, y Sirius ha¬bía tenido que huir volando para salvar la vida. Harry lo había ayudado a hacerlo sobre el lomo de un hipogrifo lla¬mado Buckbeak, y desde entonces Sirius permanecía oculto. Harry se había pasado el verano pensando en la casa que habría tenido si Colagusano no se hubiera escapado. Había resultado especialmente duro volver con los Dursley sa¬biendo que había estado a punto de librarse de ellos para siempre.
No obstante, y aunque no pudiera estar con Sirius, éste había sido de cierta ayuda para Harry. Gracias a Sirius, ahora podía tener todas sus cosas con él en el dormitorio. Antes, los Dursley no lo habían consentido: su deseo de ha¬cerle la vida a Harry tan penosa como fuera posible, unido al miedo que les inspiraba su poder, habían hecho que todos los veranos precedentes guardaran bajo llave el baúl esco¬lar de Harry en la alacena que había debajo de la escalera. Pero su actitud había cambiado al averiguar que su sobrino tenía como padrino a un asesino peligroso (oportunamente, Harry había olvidado decirles que Sirius era inocente).
Desde que había vuelto a Privet Drive, Harry había re¬cibido dos cartas de Sirius. No se las había entregado una le¬chuza, como era habitual en el correo entre magos, sino unos pájaros tropicales grandes y de brillantes colores. A Hedwig no le habían hecho gracia aquellos llamativos intrusos y se había resistido a dejarlos beber de su bebedero antes de vol¬ver a emprender el vuelo. A Harry, en cambio, le habían gus¬tado: le habían hecho imaginarse palmeras y arena blanca, y esperaba que dondequiera que se encontrara Sirius (él nunca decía dónde, por si interceptaban la carta) se lo estuviera pasando bien. Harry dudaba que los dementores sobrevivieran durante mucho tiempo en un lugar muy soleado. Quizá por eso Sirius había ido hacia el sur. Las cartas de su padrino (ocultas bajo la utilísima tabla suelta que había debajo de la cama de Harry) mostraban un tono alegre, y en ambas le in¬sistía en que lo llamara si lo necesitaba. Pues bien, en aquel momento lo necesitaba...
La lámpara de Harry pareció oscurecerse a medida que la fría luz gris que precede al amanecer se introducía en el dormitorio. Finalmente, cuando los primeros rayos de sol daban un tono dorado a las paredes y empezaba a oírse rui¬do en la habitación de tío Vernon y tía Petunia, Harry des¬pejó la mesa de trozos estrujados de pergamino y releyó la carta ya acabada:

Querido Sirius:
Gracias por tu última carta. Vaya pájaro más grande: casi no podía entrar por la ventana.
Aquí todo sigue como siempre. La dieta de Dudley no va demasiado bien. Mi tía lo descubrió ayer escondiendo en su habitación unas rosquillas que había traído de la calle. Le dijeron que ten¬drían que rebajarle la paga si seguía haciéndolo, y él se puso como loco y tiró la videoconsola por la ventana. Es una especie de ordenador en el que se puede jugar. Fue algo bastante tonto, realmente, porque ahora ni siquiera puede evadirse con su Mega-Mutilation, tercera generación.
Yo estoy bien, sobre todo gracias a que tienen muchísimo miedo de que aparezcas de pronto y los conviertas en murciélagos.
Sin embargo, esta mañana me ha pasado algo raro. La cicatriz me ha vuelto a doler. La última vez que ocurrió fue porque Voldemort estaba en Hog¬warts. Pero supongo que es imposible que él ronde ahora por aquí, ¿verdad? ¿Sabes si es normal que las cicatrices producidas por maldiciones duelan años después?
Enviaré esta carta en cuanto regrese Hedwig. Ahora está por ahí, cazando. Recuerdos a Buckbeak de mi parte.
Harry

«Sí —pensó Harry—, no está mal así.» No había por qué explicar lo del sueño, pues no quería dar la impresión de que estaba muy preocupado. Plegó el pergamino y lo dejó a un lado de la mesa, preparado para cuando volviera Hed¬wig. Luego se puso de pie, se desperezó y abrió de nuevo el armario. Sin mirar al espejo, empezó a vestirse para bajar a desayunar.

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